Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.
Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.
Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.
Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.
Relatos de Kolymá (1978), trad. Ricardo San Vicente, Madrid, Mondadori, 1997, págs. 461-462.
Varlam Tíjonovich Shalámov (Vólogda, 1907 – Moscú, 1982) fue un escritor, periodista y poeta ruso, superviviente del gulag.
Varlam Shalámov fue un escritor ruso que nunca ha alcanzado en España la popularidad que merece, aunque en su país -la anécdota no debe ser considerada banal- se le ha rendido homenaje poniendo nada menos que su apellido a un asteroide descubierto en 1977 por el astrónomo Nikolái Chernyj. La obra de este autor está muy ligada a su dramática biografía, lastrada por los años que pasó como prisionero en el gulag soviético, tras sus detenciones en 1926 y 1937.
Muy elogiado por Boris Pasternak, Shalámov fue poeta, ensayista y autor de Relatos de Kolimá, publicado en Occidente en 1966 y en Rusia en 1978. La crítica considera que este conjunto de cuentos es su mejor obra. En ella reflejó sus duras vivencias en los campos de trabajo rusos, de los que saldría vivo no sin menoscabo de su salud. Relatos de Kolimá ha sido publicado en España por las editoriales Minúscula y Mondadori. La narración breve que aquí ofrezco pertenece a la versión de Mondadori (1997), con traducción de Ricardo San Vicente.
Tomada del blog: http://narrativabreve.com/2013/10/cuento-shalamov-pan-ajeno.html
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